La historia de una hippie consumista: ¿compramos lo que queremos o lo que las marcas nos ofrecen?
Guadalupe MuroCuando tenía 23 años viajé por primera vez a Estados Unidos para trabajar de niñera. Los fines de semana los tenía libres y mi plan era aprovecharlos para visitar museos, caminar por la ciudad de Washington, D. C., ir a conciertos y a la Biblioteca del Congreso, entre otras cosas. Pero, al finalizar mi primera semana allí, pasó algo que cambió radicalmente el rumbo de mis planes. Mae, la madre de los niños que yo cuidaba, necesitaba comprar un vestido para asistir a un evento formal en su trabajo y me propuso acompañarla a Goodwill, una famosa tienda de ropa usada. Imaginen una feria americana gigante con la ropa prolijamente dispuesta en perchas y aparadores por género, tipo y talle. Pasamos horas allí dentro.
Cuando volvimos, Mae bajó del auto con su vestido nuevo-usado colgando del antebrazo y yo saqué del baúl dos bolsas de tipo consorcio que me llegaban hasta la cintura llenas de ropa, zapatos y carteras. El padre de los niños me miró, sorprendido, y riéndose me dijo: “Pero, ¿no eras hippie, vos?”.
Me dio vergüenza, pero, una vez sola en mi cuarto, cerré la puerta y me pasé el resto del día probándome la ropa y combinándola de todas las maneras posibles, loca de contenta. Durante mi estadía en Estados Unidos realicé algunas actividades culturales muy enriquecedoras. Aunque, honestamente, lo que más me gustaba era ir a Goodwill a probar suerte y quizás encontrar ese saco de gabardina azul que siempre había querido, a un precio regalado.
Un sinfín de opciones puede ser lo mismo que cero
Me crie en Bariloche, donde las opciones para comprar ropa eran o la Galería del Sol, donde vendían “la ropa de moda de Buenos Aires” y una hacía ping-pong entre una tienda y la otra, y volvía a probarse otra vez los mismos trece vestidos, que eran un insulto de lo caros y venían en tres talles: small, small y small. O bien la calle Onelli, donde todo era barato y respondía a la moda de vaya una a saber qué ciudad del mundo y en qué momento histórico. Mis compañeras de escuela viajaban a la capital y volvían con el fruto de las rebajas de la calle Córdoba, pero yo no tenía esa posibilidad. Así que, a los 13 años, comencé a confeccionar mi propia ropa, lo que me dio un estilo propio y acotó, al mismo tiempo, mis posibilidades de socialización en la escuela. Era rara, era distinta. Los modelos que cosía no se basaban en lo que estaba de moda, sino en mis referentes de belleza, mujeres que me resultaban atractivas y a quienes me quería parecer: le copiaba los vestidos a Twiggy; el look, a Madonna; el style, a Joni Mitchell; los accesorios, a Janis Joplin; la onda, a Jane Birkin.
Desde entonces, fue muy raro que comprara algo nuevo –hoy más que nunca, por una cuestión ideológica, de allí aquel comentario del padre de los niños–. Pero hace doce años, cuando entré en aquella tienda, yo tenía lo que denomino un “déficit de consumo acumulado”: bastó ponerme algunos morlacos en la billetera y enfrentarme a la oferta indicada para despertar a la consumidora voraz que ni yo sabía que llevaba dentro. Mis bolsas contenían, en cantidad y en variedad, lo que parecía ropa para cinco personas distintas. Los sábados de compra eran íntimas búsquedas del tesoro de toda la ropa que alguna vez yo había deseado.
La personalización es... ¿felicidad?
Lo que me quedó claro es que, hasta entonces, más allá de las restricciones económicas, no es que no consumía porque no quería, sino que no lo hacía porque no encontraba qué consumir. No sólo por una cuestión de estilo –para vestirse de hippie hoy basta con ir al Alto Palermo–, sino por algo que me resulta muchísimo más grave en Argentina y es la escasa variedad de talles. Nuestras decisiones de compra son influenciables, aunque hasta cierto punto. No hay que subestimar a las consumidoras. Y así como es incuestionable que poder comprar algo que realmente deseamos nos da felicidad, incluso, a una hippie como yo; no poder comprarlo aunque tengamos el dinero –a mí no se me achican los huesos de tanto probarme talles diminutos– es de las experiencias más infelices que existen.
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No me parece amable suponer que las personas no saben lo que desean, el famoso: “La gente compra cualquier cosa”. ¡Qué triste es pensar eso! En todo caso, adaptan su deseo a lo que el mercado les ofrece: las que deseamos vestirnos elegantes, las que deseamos vestirnos sexies, las que deseamos vestirnos neutrales respecto al género, las que deseamos estar cómodas, las que deseamos el flúor o la sobriedad; cada una sabe lo que quiere y, aunque a veces todas ellas somos la misma persona, no dejamos de ser maravillosamente distinta.¿Tu empresa le habla a todos por igual? ¿Quieres personalizar tus anuncios en la web o cada uno de tus e-mails y las herramientas que usas no te lo permiten?
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