Hace cuatro años decidí irme a vivir a España. No lo pensé mucho. Solo compré un pasaje de ida e hice una valija con ropa de verano. Tenía 500 euros y una fe desmesurada en mi capacidad de supervivencia. Las cosas no salieron como esperaba: la única persona que conocía en España y que iba a alojarme cambió de idea en el último momento, conseguir los papeles para trabajar no era tan fácil como me habían dicho y 500 euros no eran la fortuna que yo creía.
Después de meses de dormir en sillones en casas de amigos de amigos, alguien me prestó plata para alquilar una habitación. Empezó el invierno. Mis planes suponían que para esta altura ya iba a tener trabajo e iba a poder comprarme ropa de abrigo. Pero las cosas no salieron como esperaba. Por suerte, la mamá de una amiga me regaló un par de sweaters y un pantalón largo. No tenía campera, así que, a medida que la temperatura descendía, empecé a usar literalmente toda mi ropa, una encima de la otra. Compartía casa con tres chicas y estábamos todas desocupadas. Ellas me enseñaron a “reciclar comida”, o sea recorrer verdulerías y pedir la mercadería que ya no iban a vender. Sobrevivimos cuatro meses a base de coliflor, alcaucil y chirivía, las verduras de estación.
Si bien nos tomábamos la tarea con humor, y no saber qué nos darían desafiaba nuestro ingenio al máximo posible -los duraznos pasados se convertían en mermelada o chutney, las bananas marrones en licuado o mezcladas con un poco de harina en tortitas- inventábamos recetas y con las paltas fibrosas hacíamos menjunjes que nos untábamos en el pelo. Eso sí, cuando nos daban un par de papas alguna decía, cual heroína: “yo compro los huevos”, y nos deleitábamos con una tortilla. Nos sentíamos agradecidas de que nos regalaran comida, pero siempre había un día en que alguna decía “me muero por un sandwich de atún con palta fresca o una pizza”.
Soy una persona austera por elección, no anhelo tener muchas cosas, pero nunca me había encontrado en la situación de casi no tener decisión sobre mi alimentación o mi vestimenta, lo que es decir sobre mi consumo por más reducido que este sea. Cuando estaba de buen humor me miraba en el espejo usando la ropa que había heredado y me reía pensando “¿Quién es esta persona?”. Intentaba ser lo más budista posible -lo que me imaginaba que era ser budista- y me convencía a mí misma de que “una es mucho más que la ropa que usa” o, dicho por un famoso catalán, “uno solo es lo que es y anda siempre con lo puesto”, y compensaba lo ridículo de mi look ensamblado con una actitud arrolladora. Pero mi budismo tenía un límite y había días en que mirarme al espejo vestida de otra persona no me daba risa, me daba un profundo cansancio.
Consumimos lo que necesitamos, pero también lo que nos hace felices
Las cosas de a poquito fueron mejorando y con la llegada del otoño conseguí trabajo como camarera. Empecé a pagar mis deudas y con mi primer sueldo entré a una tienda de segunda mano y busqué ropa que me gustara mucho. Con cada cosa que me probaba veía en el espejo del cambiador cómo se iluminaban mi cara y mi futuro. Por primera vez en mucho tiempo, me vi linda, y eso me daba confianza en mí misma.
En una situación de extrema necesidad, casi todo consumo es innecesario. La abuela cherokee de una amiga decía: “Mientras haya agua tendremos sopa”, y eso es exactamente lo que aprendí durante mi primer invierno en Barcelona. Son muy pocas las cosas que se necesitan para sobrevivir, pero aprendí también que eso no es vivir. Ser una persona es mucho más que comer y abrigarse. Somos seres culturales, creamos, usamos y consumimos un sinfín de bienes que son tanto hermosos y complejos como inútiles.
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Poder elegir lo que consumimos es un privilegio, por eso cuando voy a comprar algo ya no me pregunto si lo necesito realmente porque sé que la respuesta probablemente sea que no. Intento honrar mi privilegio, me pregunto: ¿Me gusta, me parece bonito? ¿Me sirve? ¿Está bien hecho? ¿Es un material noble? ¿Cuánto packaging innecesario tiene? ¿Cuánto contamina su elaboración? ¿Me da curiosidad, me entusiasma? ¿Con quién colaboro al comprarlo? A veces la respuesta es que no me gusta pero me sirve, a veces ni una ni la otra, pero quiero ayudar a este negocio a prosperar, a veces es lisa y llanamente que no sirve para nada pero es tan hermoso que me da alegría solo de mirarlo. Un invierno en Barcelona aprendí que así como son necesarios comer y abrigarse también lo son la alegría y la vanidad, el placer, ir al cine o poder decir “yo invito la próxima ronda”.
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*Guadalupe Muro (1985, San Carlos de Bariloche, Argentina) publicó el libro de poesía ¿Con quién dormías?(2007, Bs. As.: Huesos de Jibia); la novela escrita en inglés Air Carnation (2014, Toronto: BookThug) y el álbumSongs For Runaway Girls (banda sonora de la novela), que ideó y produjo, y con el que participó como artista despoken word en festivales en Canadá con el apoyo de Cancillería Argentina. Participó en las residencias Wired Writing Studio (2011), Spoken Word (2012), Writing Studio (2013) y The Writing Life (2015), todas en Banff Centre, Canadá. Obtuvo la beca “The Raul Urtasun - Frances Harley Scholarship for Young Emerging Artists from Argentina” (2012). Sus trabajos aparecieron en las siguientes revistas: Open Field (Digital Magazine, Australia);Eleveneleven, Journal of Literature & Art (California College of the Arts); Blanco Sobre Blanco (Art Magazine, Buenos Aires); Jai-Alai Magazine (University of Wynwood Press, Miami, FL); The Town Crier (Digital Magazine, Canadá). En el año 2017 fue admitida en el MFA in Creative Writing de la Universidad de Guelph, en Canadá, al cual no pudo asistir por problemas de financiación. Brinda regularmente talleres de escritura creativa.
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